24 de septiembre de 2016

El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.



Decimoquinta foto:


             Esta vez,  junto a una preciosa figura de porcelana;  
                                          Don Quijote...









  «El Quijote ha sufrido, como cualquier obra clásica, todo tipo de interpretaciones y críticas. Miguel de Cervantes proporcionó en 1615, por boca de Sancho, el primer informe sobre la impresión de los lectores, entre los que «hay diferentes opiniones: unos dicen: 'loco, pero gracioso'; otros, 'valiente, pero desgraciado'; otros, 'cortés, pero impertinente'» (capítulo II de la segunda parte). Pareceres que ya contienen las dos tendencias interpretativas posteriores: la cómica y la seria. Sin embargo, la novela fue recibida en su tiempo como un libro, en palabras del propio Cervantes, "de entretenimiento", como regocijante libro de burlas o como una divertidísima y fulminante parodia de los libros de caballerías. Intención que, al fin y al cabo, quiso mostrar el autor en su prólogo y en el párrafo final de la segunda parte, si bien no se le ocultaba que había tocado en realidad un tema mucho más profundo que se salía de cualquier proporción.

   Toda Europa leyó Don Quijote como una sátira. Los ingleses, desde 1612 en la traducción de Thomas Shelton. Los franceses, desde 1614 gracias a la versión de César Oudin, aunque en 1608 ya se había traducido el relato El curioso impertinente. Los italianos desde 1622, los alemanes desde 1648 y los holandeses desde 1657, en la primera edición ilustrada. La comicidad de las situaciones prevalecía sobre la sensatez de muchos parlamentos.
La interpretación dominante en el siglo xviii fue la didáctica: el libro era una sátira de diversos defectos de la sociedad y, sobre todo, pretendía corregir el gusto estragado por los libros de caballerías. Junto a estas opiniones, estaban las que veían en la obra un libro cómico de entretenimiento sin mayor trascendencia. La Ilustración se empeñó en realizar las primeras ediciones críticas de la obra, la más sobresaliente de las cuales no fue precisamente obra de españoles, sino de ingleses: la magnífica de John Bowle, que avergonzó a todos los españoles que presumían de cervantistas, los cuales ningunearon como pudieron esta cima de la ecdótica cervantina, por más que se aprovecharon de ella a manos llenas. El idealismo neoclásico hizo a muchos señalar numerosos defectos en la obra, en especial, atentados contra el buen gusto, como hizo Valentín de Foronda; pero también contra la ortodoxia del buen estilo. El neoclásico Diego Clemencín destacó de manera muy especial en esta faceta en el siglo xix.

   Pronto empezaron a llegar las lecturas profundas, graves y esotéricas. Una de las más interesantes y aún poco estudiada es la que afirma, por ejemplo, que el Quijote es una parodia de la Autobiografía escrita por San Ignacio de Loyola, que circulaba manuscrita y que los jesuitas intentaron ocultar. Ese parecido no se le escapó, entre otros, a Miguel de Unamuno, quien no trató, sin embargo, de documentarlo. En 1675, el jesuita francés René Rapin consideró que Don Quijote encerraba una invectiva contra el poderoso duque de Lerma. El acometimiento contra los molinos y las ovejas por parte del protagonista sería, según esta lectura, una crítica a la medida del Duque de rebajar, añadiendo cobre, el valor de la moneda de plata y de oro, que desde entonces se conoció como moneda de molino y de vellón. Por extensión, sería una sátira de la nación española. Esta lectura que hace de Cervantes desde un antipatriota hasta un crítico del idealismo, del empeño militar o del mero entusiasmo, resurgirá a finales del siglo xviii en los juicios de Voltaire, D'Alembert, Horace Walpole y el intrépido lord Byron. Para este último, Don Quijote había asestado con una sonrisa un golpe mortal a la caballería en España. A esas alturas, por suerte, Henry Fielding, el padre de Tom Jones, ya había convertido a don Quijote en un símbolo de la nobleza y en modelo admirable de ironía narrativa y censura de costumbres sociales. La mejor interpretación dieciochesca de Don Quijote la ofrece la narrativa inglesa de aquel siglo, que es, al mismo tiempo, el de la entronización de la obra como ejemplo de neoclasicismo estético, equilibrado y natural. Algo tuvo que ver el valenciano Gregorio Mayans y Siscar que en 1738 escribió, a manera de prólogo a la traducción inglesa de ese año, la primera gran biografía de Cervantes. Las ráfagas iniciales de lo que sería el huracán romántico anunciaron con toda claridad que se acercaba una transformación del gusto que iba a divorciar la realidad vulgar de los ideales y deseos. José Cadalso había escrito en sus Cartas marruecas en 1789 que en Don Quijote «el sentido literal es uno y el verdadero otro muy diferente».

   El Romanticismo alemán trató de descifrar el significado verdadero de la obra. Friedrich von Schlegel asignó a Don Quijote el rango de precursora culminación del arte romántico en su Diálogo sobre la poesía de 1800 (honor compartido con el Hamlet de Shakespeare). Un par de años después, Friedrich W. J. Schelling, en su Filosofía del arte, estableció los términos de la más influyente interpretación moderna, basada en la confrontación entre idealismo y realismo, por la que don Quijote quedaba convertido en un luchador trágico contra la realidad grosera y hostil en defensa de un ideal que sabía irrealizable. A partir de ese momento, los románticos alemanes (Schelling, Jean Paul, Ludwig Tieck...) vieron en la obra la imagen del heroísmo patético. El poeta Heinrich Heine contó en 1837, en el lúcido prólogo a la traducción alemana de ese año, que había leído Don Quijote con afligida seriedad en un rincón del jardín Palatino de Dusseldorf, apartado en la avenida de los Suspiros, conmovido y melancólico. Don Quijote pasó de hacer reír a conmover, de la épica burlesca a la novela más triste. Los filósofos Hegel y Arthur Schopenhauer proyectaron en los personajes cervantinos sus preocupaciones metafísicas.

   El Romanticismo inició la interpretación figurada o simbólica de la novela, y pasó a un segundo plano la lectura satírica. «Que muelan a palos al caballero», ya no le hizo gracia al poeta inglés Samuel Taylor Coleridge. Don Quijote se le antojaba ser «una sustancial alegoría viviente de la razón y el sentido moral», abocado al fracaso por falta de sentido común. Algo parecido opinó en 1815 el ensayista William Hazlitt: «El pathos y la dignidad de los sentimientos se hallan a menudo disfrazados por la jocosidad del tema, y provocan la risa, cuando en realidad deben provocar las lágrimas». Este don Quijote triste se prolonga hasta los albores del siglo xx. El poeta Rubén Darío lo invocó en su Letanía de Nuestro Señor don Quijote con este verso: «Ora por nosotros, señor de los tristes» y lo hace suicidarse en su cuento DQ, compuesto el mismo año, personificando en él la derrota de 1898. No fue difícil que la interpretación romántica acabara por identificar al personaje con su creador. Las desgracias y sinsabores quijotescos se leían como metáforas de la vapuleada vida de Cervantes y en la máscara de don Quijote se pretendía ver los rasgos de su autor, ambos viejos y desencantados. El poeta y dramaturgo francés Alfred de Vigny imaginó a un Cervantes moribundo que declaraba in extremis haber querido pintarse en su Caballero de la Triste Figura.

   Durante el siglo xix, el personaje cervantino se convirtió en un símbolo de la bondad, del sacrificio solidario y del entusiasmo. Representa la figura del emprendedor que abre caminos nuevos. El novelista ruso Iván Turgénev así lo hará en su ensayo Hamlet y don Quijote (1860), en el que confronta a los dos personajes como arquetipos humanos antagónicos: el extravertido y arrojado frente al ensimismado y reflexivo. Este don Quijote encarna toda una moral que, más que altruista, es plenamente cristiana.

   Antes de que W. H. Auden elevara al hidalgo a los altares de la santidad, Dostoyevski ya lo había comparado con Jesucristo, para afirmar que «de todas las figuras de hombres buenos en la literatura cristiana, sin duda, la más perfecta es don Quijote». También el príncipe Mishkin de El idiota está fraguado en el molde cervantino. Gógol, Pushkin y Tolstói vieron en él un héroe de la bondad extrema y un espejo de la maldad del mundo.

   El siglo romántico no solo estableció la interpretación grave de Don Quijote, sino que lo empujó al ámbito de la ideología política. La idea de Herder de que en el arte se manifiesta el espíritu de un pueblo (el Volksgeist) se propagó por toda Europa y se encuentra en autores como Thomas Carlyle e Hippolyte Taine, para quienes Don Quijote reflejaba los rasgos de la nación en que se engendró, para los románticos conservadores, la renuncia al progreso y la defensa de un tiempo y unos valores sublimes aunque caducos, los de la caballería medieval y los de la España imperial de Felipe II. Para los liberales, la lucha contra la intransigencia de esa España sombría y sin futuro. Estas lecturas políticas siguieron vigentes durante decenios, hasta que el régimen surgido de la Guerra Civil en España privilegió la primera, imbuyendo la historia de nacionalismo tradicionalista.

   El siglo xx recuperó la interpretación jocosa como la más ajustada a la de los primeros lectores, pero no dejó de ahondarse en la interpretación simbólica. Crecieron las lecturas esotéricas y disparatadas y muchos creadores formularon su propio acercamiento, desde Kafka y Jorge Luis Borges hasta Milan Kundera. Thomas Mann, por ejemplo, inventó en su Viaje con don Quijote (1934) a un caballero sin ideales, hosco y un tanto siniestro alimentado por su propia celebridad, y Vladimir Nabokov, con lentes anacrónicos, pretendió poner los puntos sobre las íes en un célebre y polémico curso.

   Quizá, el principal problema consista en que el Quijote no es uno, sino dos libros difíciles de reducir a una unidad de sentido. El loco de 1605, con su celada de cartón y sus patochadas, causa más risa que suspiros, pero el sensato anciano de 1615, perplejo ante los engaños que todos urden en su contra, exige al lector trascender el significado de sus palabras y aventuras mucho más allá de la comicidad primaria de palos y chocarrerías. Abundan las interpretaciones panegiristas y filosóficas en el siglo xix. Las interpretaciones esotéricas se iniciaron en dicho siglo con las obras de Nicolás Díaz de Benjumea La estafeta de Urganda (1861), El correo del Alquife (1866) o El mensaje de Merlín (1875). Benjumea encabeza una larga serie de lecturas impresionistas de Don Quijote enteramente desenfocadas; identifica al protagonista con el propio Cervantes haciéndole todo un librepensador republicano. Siguieron a este Benigno Pallol, más conocido como Polinous, Teodomiro Ibáñez, Feliciano Ortego, Adolfo Saldías y Baldomero Villegas. A partir de 1925 las tendencias dominantes de la crítica literaria se agrupan en diversas ramas:

Perspectivismo (Leo Spitzer, Edward Riley, Mia Gerhard).
Crítica existencialista (Américo Castro, Stephen Gilman, Durán, Luis Rosales).
Narratología o socio-antropología (Redondo, Joly, Moner, Cesare Segre).
Estilística y aproximaciones afines (Helmut Hatzfeld, Leo Spitzer, Casalduero, Rosenblat).
Investigación de las fuentes del pensamiento cervantino, sobre todo en su aspecto «disidente» (Marcel Bataillon, Vilanova, Márquez Villanueva, Forcione, Maravall, José Barros Campos).
Los contradictores de Américo Castro desde puntos de vista diversos, al impulso modernizante que manifiesta El pensamiento de Cervantes de Castro (Erich Auerbach, Alexander A. Parker, Otis H. Green, Martín de Riquer, Russell, Close).
Tradiciones críticas antiguas renovadas: la investigación de la actitud de Cervantes ante la tradición caballeresca (Murillo, Williamson, Daniel Eisenberg); el estudio de los «errores» del Quijote (Stagg, Flores) o de su lengua (Amado Alonso, Rosenblat); la biografía de Cervantes (McKendrick, Jean Canavaggio)».





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